Pareció el comienzo de algo para todos desconocido, el
mundo cierto de la luz y la vida, el mundo práctico del esfuerzo y el
sacrificio, lo que nunca habían pensado, pareció que nadie sabía lo que estaba
pasando, por lo que los guías de siempre, de palabra y pensamiento establecidos,
eran estorbo; ¿qué decir a alguien que está abriendo los ojos por primera vez,
qué decirles a los que lo pensaron todo con palabras ajenas y ahora balbucean
sus propias preocupaciones?.
Una fiesta para la familia, aislados todos de la
humanidad y su mundanal ruido, de nuevo “El patriarca” los quería aleccionar y
esas cosas no se discuten, aunque se cayera el mundo tenían que escuchar lo que
les tenía decidido, que la fortuna tenía un precio y este podía ser el tedio
pero lo tenían al alcance de la mano; sin idea imprevista, sin alteraciones en
la rutina establecida, lo que hicieran tenía que estar calculado desde tiempo inmemorial
por el que les ganaba en años y experiencia, la fuente de su felicidad; como
siempre, a escuchar los consejos y enseñanzas de “El patriarca” y a obedecer
sin discusión, esta era la armonía reinante, tiranía tal vez pero se lucraban
sin dar más.
Los gritos, las carreras, ruidos extraños
confundidos con el viento y la lluvia, algún animal, tal vez voces, y el
desgano por saber quién había hecho qué, quiénes sufrían y quién ocultaba, para
qué moverse de su sitio si no estaba previsto, enseñado y mandado, no importaba
lo que estuviera pasando; si todos tenían un papel y estaban muy bien educados
según la norma de “El patriarca”, que encerrado en su mundo perfecto y fortaleza
veía la vida y las cosas según costumbres y urgencias pasadas, no tenían por qué
preocuparse, su vida estaba hecha de método y no necesitaban hacer nada; no
supieron, no entendieron el fin de su mundo, el último aliento calculado que
respiraban.
Había que indagar por lo que nunca habían visto, ni
siquiera habían imaginado estar en tal situación, que se anunciaba como
realidad humana injustificable; habían encontrado a “El patriarca” con un tiro
en la cabeza, pero ninguno se atrevió por inercia y cobardía a buscar los
hechos, a entenderlos. Ya no se podía pensar en lo mismo, la circunstancia
extraña de un homicidio entre parientes no permitía que las cosas siguieran
como siempre, era inaudito el hecho de sentarse en el banquete sabiendo que
había un criminal escondido, tras uno de esos rostros sonrientes y preocupados.
Los presentes en la mesa estaban entendiendo que algo había fallado y que todos
formaban parte del error, se dijo que la verdad era otra, distinta a lo que
acostumbraban, ¿sería eso el problema, la debilidad y el fracaso?, ¿sería que
no sabían nada, solo tenían costumbres y pensaban en su mundo dizque perfecto?.
No estaban satisfechos, era claro, pero nadie
cambiaba su funcionamiento y conducta, el sistema con que “El patriarca les
había dado felicidad o al menos su apariencia; no podían pensar en lo que nunca
habían pensado, que todo era una farsa, un fraude e intuyeron que necesitaban
nuevas ideas, casi que lo sabían pero no alcanzaban a pensarlo. Y, mientras la
autoridad llegaba, se les fue todo el tiempo en confusión, angustia y delirio,
la locura había llegado al hogar de las cosas previstas, sabidas y decididas
desde siempre, desde antes que fueran ciertas; ya había ocurrido lo que no
podía ocurrir, que los problemas fueran otros, que los caminos también y que
las caras podían ser las de siempre pero nadie sabía lo que escondían y hoy era
necesario saberlo.
“Dime ¿quién está en el comedor?”, indaga la mamá,
Josefina, hija del patriarca, “no lo sé”, responde el hijo, al que todos decían
Junior, “vamos a averiguarlo”, termina; y se van los dos, entre cautelosos y
desconfiados, con sigilo y miedo ante algo tan sencillo como averiguar quién
está sentado a la mesa y qué estará haciendo; “¿buscan algo, por qué
disimulan?”, oyen que pregunta alguien a su lado, era “El loco”, o Memo, saliendo
por una puerta inesperadamente. Y será la pregunta más desprevenida pero se
enciende la discusión, hablando entre dientes, que casi rechinan de miedo e
ira: “no es justo que acuse, no tiene derecho”, le dijo la madre al viejo tío,
que casi echándose a correr los aborda e indaga, él como todos está asustado y
descubre sombras siniestras en todo. Así que no son tres personas que se
acercan tranquilamente al comedor, sino tres desconocidos en busca de otro
desconocido, “el Viejo” Manuel, esposo de Josefina y padre del Junior, que a su
vez ve llegar no su familia sino tres sombras temblorosas, agresivas y peligrosas;
y lo que antier era feliz encuentro de camaradas, más que parientes pues lo que
los unía era la codicia, hoy ha pasado a ser una tortura y amarga búsqueda de
respuestas a preguntas apenas intuidas. Y se quedaron de pie, esta vez no se
sentaron, hablando de cualquier cosa sin decir nada, solo una cosa muy clara,
dizque temían la autoridad, que llegara y no los pudiera orientar, poniendo su derecho
en duda y su dicha en peligro.
Estando muerto “El patriarca”, amo de los suyos, poderoso
e influyente, el ricachón que los había obligado siempre a pensar y decidir
según su gusto y capricho, no teniendo la voluntad interesada del que a todo le
sacaba ganancia, se encontraron desorientados, sin una luz que les diera
solución y confianza (aunque yo a eso no llamo luz sino método y mutilación).
Estaban aterrados con la posibilidad de escoger camino y encontrarse una
mentira, entre todos permanecía la norma pero hecha pedazos, los buenos
momentos parecían un producto con fecha de vencimiento caducada, expresión de
una farsa que llamaban familia. La autoridad, era su deber y compromiso,
estaría presente en cualquier momento, como verdugo ciego con su boca y zarpa
sembrando miseria, dolor y abandono; serían juguete que no puede nada y ya no
entiende lo que antes entendía: bienestar, alegría, armonía, sobre todo
confianza y claridad mental. Si empezaban nueva vida y camino, tal vez les
había llegado la desgracia a todos, no solo a “El patriarca”, que con un tiro
en la cabeza no los podía orientar.
Los otros se fueron acercando al comedor poco a poco,
todos mirando a cualquier lado, ya sea la mesa, la decoración, el mantel, los
sirvientes o lo que sea, pero con miedo de mirar directo a la cara; se sentían
fuera de lugar, tal vez como prisioneros que no conocían su carcelero,
escondido en un mundo que no se atrevían a explorar, a pesar de la urgencia, no
sabían cómo entrar a él ni podían siquiera mencionarlo. En la mesa del comedor,
la sagrada mesa familiar, siempre se había hablado de las cosas que les
interesaban, de la comida, los amores, el dinero, el descanso, las palabras y
modales adecuados, del campo y la ciudad y de cualquier cosa que pasara por sus
mentes, allí sentados comiendo y bebiendo siempre estaban conversando, allí
habían aprendido lo que sabían y eran; pero esta vez faltaban la confianza y la
alegría, las luces del entendimiento y el interés, la idea exacta o al menos su
apetito, y más allá de cualquier gesto, monosílabo o torpeza, estaba el deseo
profundo de cerrar los ojos y olvidar, aunque llegara la autoridad estaban
seguros que ya no podrían soñar con familia. No les quedaba una luz en sus
corazones que los acercara a quien no habían visto como era, en su natural,
todo lo habían deseado, amado y pensado a través del juego que les dictó “El
patriarca”; sin sus palabras e ideas tendrían que salir a buscar otras pero
¿dónde?, ¿a quién decirle que necesitaban ojos, oídos y voz?, ¿un corazón para
llenar de qué?, ¿qué sueños e ilusiones?, ¿qué ideas?.
Así, se fue
entablando una muy difícil conversación, lo único que sabían era que
había un asesino entre ellos, incluso uno de los jóvenes podía serlo, y si lo
descubrieran ¿qué podía pasar?, ¿estarían expuestos al mismo peligro?. Buscando
en el edificio de palabras en que habían vivido fueron sacando unas cuantas,
pero ya no se pensó en su utilidad, su gracia, la costumbre de decir eso en ese
momento, cualquier asociación o recuerdo, la técnica para relacionarse, en fin,
todo su estilo de vida basado en palabras, bellas palabras.
El siguiente en llegar al comedor, un gran hombre y señor en días anteriores,
sobrino político de Josefina y carnal de Manuel, casado con la nieta mayor del
loco Memo, no tenía ningún interés en conversar y dijo: “tengo hambre, ¿habrá
alguien que me sirva cualquier cosa de comer?”; esto no sería extraño en los
mismos días anteriores pero en el momento, con la moral por los suelos y el
corazón apretado de dudas y temores, sonó a gemidos de ultratumba, cadenas
arrastrándose, aviso de problemas, “¿quién pide esperar, habrá quién se oponga?”,
sin mirar a nadie dijo a sus espaldas Guillermina, su esposa y cómplice de
travesuras, mientras el hermano menor de Josefina, Jorgito, divorciado y con el
hijo en cualquier rincón, entraba
pidiendo música a los gritos, exigiendo que se queden tranquilos, que mientras
no llegue la autoridad no se sabrá cuál es el problema; y así de nuevo se
callaron, no supieron qué decir o preguntar, no sabían dónde estaba el mundo
que tanto habían amado, la palabra oportuna y las respuestas acertadas.
Los sirvientes no fallaron, fueron precisos y oportunos
atendiendo a los dueños con comida y bebida, dándoles gusto en todo como
siempre, aunque esa noche nada les sabía a bueno, esa noche los reyes eran el
miedo y la amargura del fin del mundo por ellos conocido. Aunque los sirvientes conservaban su
hermetismo, entendieron que la familia para la que habían trabajado, con empeño
y abnegación, ya era prehistoria, los miraban con cuidado, como
reconociéndolos, como si no entendieran, casi como esperando un bus en la estación
hacia el olvido y la pobreza.
Además de los mencionados, llegaron el hijo de
Jorgito, Fernandito, cogido de la mano y a la brava, con la hermana de “El
patriarca”, Isabela, a la que decían “doña Fiesta”, una vieja solterona que,
fuera de divertirse con los hombres y mujeres que podía, lo único que hacía era
hablar como lora, decir cualquier cantidad de mentiras y no reconocer nada. También
llegó la tía Carolina, tía de Josefina y Jorgito, cuñada de “El
patriarca”, de quien nadie sabía su
verdadera relación con este, ni siquiera se les ocurrió mirar en esa dirección
de lo cohibidos que mantenían. No faltó cierta especie de charlatán presumido,
ni maestro ni gurú, ni siquiera comentarista respetuoso de lo que leía, el
único enlace con los negocios de toda la familia, dizque trabajador y muy
ocupado siempre, lo que tuviera que ver con dinero tenía que pasar por él,
aunque fuera para encargar a otro que supiera; a este, hijo de “El patriarca” y
madre desconocida, había que llamarlo por el nombre propio de “El patriarca”,
Federico, por lo que en este momento no recuerdo su nombre, tal vez era
Rodolfo, Roberto, Rodrigo o algo así, y llegó tarareando cualquier cosa, cosa
que jamás había sucedido, tal vez ocultaba miedo, duda o culpa; solo dijo:
“Empezamos ya mismo si nadie se opone”, y empezó el vocerío, ojos desorbitados,
rostros pálidos y sudorosos, manos temblorosas, quejas, suspiros, lloriqueos,
amenazas con juramentos de inocencia, maldiciones y anuncios de ostracismo
familiar; todos tenían derecho a hablar pero nadie podía decir, señalando a
alguien con el dedo, que ese sabía algo oculto que debían saber todos, ni podía
decirse que las cosas estaban mal, ni viendo el despelote completo que había en
la mesa y conversación, hasta el más mínimo gesto embargado por el temor a
descubrir lo que sea, como también a no descubrirlo.
Por esas cosas de la vida que nadie entiende, cuando
aún no se habían saciado con comida y bebida, llegó la autoridad a hacer lo
suyo y, en este caso en especial, con ganas de sacar su bocado, y lo tenían
seguro aunque incomodara; entonces los asustados comensales no dudaron qué
decir, ya supieron su lugar en el mundo, con un solo gesto del amigo llegarían
de nuevo el paraíso y la fiesta. Y la autoridad calló, los miraba en su apuro
sin mostrar ningún pesar o preocupación, ni
hizo preguntas observando el banquete amargo, la fiesta cancelada y los sirvientes como zombis, sin el alma que
les habían robado; solo un pensamiento, tal vez inocente pero que no se
confesaba: “!ah, delicias con los ricos!, ¡ah, si duraran estos momentos de
desgracia!, ¡ah, si fueran otros los de la herencia!”.
Entonces hubo silencio, la autoridad comía y
observaba, todos al acecho de la felicidad que habían perdido; y no se pudo
encontrar a nadie, solo la farsa era visible y estando escondidos se quedaron
en sus sombras, lo único que quedaba por hacer era comer amargamente, mientras
la autoridad callaba queriendo hacerles un favor. Si habían querido vivir de
nuevo la aparente familia, lo olvidaron con una autoridad que solo comía
diciendo así su amistad y espíritu solidario, ya no importó ni quién había
sido, ni qué había pasado, ni los peligros escondidos en su mundo muerto, ni la
nueva ilusión de volver a hablar como les habían enseñado, se había herido
profundamente la confianza, los sueños y sus ilusiones, que aunque mezquinas
eran lo único verdadero. No quisieron sino esperar que terminara el trámite,
mientras la autoridad comía y callaba, dejar en el olvido la temida muerte sin
que se dijera lo que cada cual en su intimidad ocultaba; ya en el mundo de los
negocios, o en la diversión y los placeres, o en lo que quedaba de familia con
los sueños hechos cenizas, todo sería ir por caminos distantes, descubriendo el
universo que no habían conocido, que ni siquiera habían explorado, y la
autoridad poniendo un límite que solo el crimen rompía.
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