Una voz a mi lado
Contaba el compañero:
Vengo de un pueblo hecho de agua: de agua eran sus
ideas, del agua su alimento, en el agua estaba construido, por el agua su
transporte, si uno quería encontrar personas o cosas miraba al agua, y si
existían, allí se encontraban; todo tenía que ver con el agua, más allá de su
cercanía y las costumbres que surgían, más allá de la vida y la muerte.
Los entierros y nacimientos tenían que ver con el
agua. Cuando mi madre me parió, lo hizo en un bote; nosotros éramos afortunados
pues teníamos dos botes: uno para el trabajo, mi padre era pescador, y otro
para que mi madre fuera y viniera como le diera la gana, siempre ayudando a la
gente, haciendo cosas y contándolas, hablaba mucho pero no era, lo que se dice,
una lengua brava, era una maestra, era alguien que aprendía de nosotros y del
mundo en que vivíamos, dedicada a sus ires y venires, tratando de entender y
contando lo que pensaba, y eso era lo esencial, lo que pensaba, que iba
diciendo después de reflexionar a la luz de la luna y las estrellas.
Decía mi madre, en ese entonces, que la otra gente
agradecía a la tierra por sus frutos, pero que nosotros agradecíamos al agua y
las estrellas, ¿qué sería de nosotros sin ellas, cómo sabríamos de otros mundos
con nuestros propios ojos, sin que nos lo contaran?, tocaría inventarlos y eso
tiene sus riesgos, arriesga uno que no existan y que los encargos y mensajes
que tenga uno con ellos sean ficticios, que algún avivato se aproveche y nos
quite lo nuestro, lo que hemos logrado en nuestro mundo con nuestro trabajo y
cuidado.
-
¿O sea que si
alguien nos quiere vender algo diciéndonos que es de un mundo extraordinario y
superior, tal vez nos esté mintiendo y nos quiera engañar?- le preguntaba yo a
ella, mirando la luna y las estrellas, le preguntaba y luego miraba el agua, a
nuestros pies, a veces quieta, a veces burbujeante, a veces parecía que
hubieran seres como nosotros, que nos miraban desde el agua sin decirnos nada,
¿o sí?, tal vez lo decían, pero eso era otro cuento.
-
Los niños no
pueden saber esas cosas porque les falta experiencia, a veces es cierto que
tienen cosas maravillosas y nos las entregan a cambio de algo nuestro- decía
así como queriendo que viera más allá de sus palabras, que creciera y que me
fuera a descubrir maravillas, y suspiraba suavemente, creo yo que para que no
se le fuera el alma quién sabe hacia dónde.
Yo me iba de mi casa en ese entonces soñando, en ese
entonces tan feliz y satisfecho, al lado de mi madre que me hablaba queriendo
que mantuviera los ojos muy abiertos, no solo para que no se aprovecharan
eventualmente de mí, sino para que los mundos que podía ver con mis ojos, tal
vez cruzaran algunos delante de mí y sería una lástima no poderles pegar
siquiera una mirada, para que esos mundos no se fueran, que se quedaran en mí,
viviendo yo con ellos; eso decía que era sabiduría, pero no podía volverme malo
porque se vuelve uno mentiroso, cierra los ojos y lo que podían ser tesoros infinitos
(al pie de la letra lo de infinitos decía ella) se convierte en porquería en
letrina sin fondo.
Una cosa hacíamos comúnmente mientras charlábamos
por la noche, mientras me contaba sus pensamientos y yo le iba diciendo lo que
pensaba y sentía, teníamos una pequeña cena, algo de sopa, arroz, pescado frito
y patacón “pisao” con aguapanela con leche; éramos muy pobres, pero mis padres
trabajaban mucho y nunca nos faltaba ese poquito. Cierta noche, mi padre había
estado en el pueblo en tierra vendiendo el pescado, le había ido muy bien y nos
trajo a todos galletas y arequipe; así que a la hora de la cena, aunque me
habían dicho que dejara para después, ya me había comido mi parte y tenía un
campito muy chiquito en el estómago para la cena, pero comí lo que pude y, no
sé por qué, en vez de guardar para después lo que quedaba, lo fui echando al
agua.
-
Como si fuera
una alcantarilla, como si nosotros y los seres del agua (así les decía ella a
todo lo que vivía en el agua) fueran marranos y no se fueran a molestar, ¿qué
dirías tú, mi niño lindo, si la gente del fondo del mar saliera con sus restos
de comida y basura y los tiraras en nuestra casa?, ahí vivieron nuestros
antepasados y no les va a gustar- dijo mi madre al ver semejante disparate, con
los ojos muy abiertos, unos ojos enormes de espanto (hoy creo que espanto como
si estuviera viendo el fin del mundo y toda forma de civilización).
-
Sería la guerra
madre mía, sería el hambre entre nosotros, ya que no podríamos volver al agua,
quedaríamos aislados de la gente de la tierra y ni ellos podrían ayudarnos,
suponiendo que lo intentaran- le respondí, lamentando semejante metida de
patas, y no me puse a llorar de tristeza y miedo, porque lo que me había dicho
lo había dicho con dulzura mientras me acariciaba la cabeza, mirándome con su
severa mirada de maestra, la que tantas veces me había corregido enseñándome a
mirar, pensar y hacer las cosas.
Yo me senté al borde del corredor que rodeaba la
casa, junto al puente de madera que nos unía con la tierra, pensativo y triste;
les pedí a todos los seres del agua que me perdonaran prometiéndoles que no lo
volvería a hacer, les dije que los quería mucho y que no me castigaran, que los
iba ayudar en todo, para que pudiéramos vivir felices y sin problemas. Mi madre
seguramente sabía lo que me pasaba, mi tristeza y preocupaciones pero no me
dijo nada, mientras terminaba sus tareas; cuando hizo todo el oficio, que ya no
tenía nada que hacer hasta el día siguiente, se sentó a mi lado y me contó una
historia secreta, una historia que dijo no podría contarle a nadie hasta que
fuera mayor.
Mi madre me contó lo siguiente:
Hace muchos años, tantos que yo ni siquiera había
nacido, el tátara tátara abuelo del tátara tátara abuelo mío estaba botando un
planchón de escombros al mar, eran los restos de una casa ya muy vieja, que le habían regalado por sus
muchos años de dedicación al servicio de un hacendado, la vió en muy mal estado
y la quiso restaurar; había conservado las bases y los cimientos con algunas
paredes, e invertido sus ahorros en algunos materiales que le hacían falta,
además del cemento que le había regalado el patrón y la arena que le dejaban
sacar del río, sin ningún costo. Cuando empezó a botar el cascote, se
levantaron las olas, se abrió el mar hasta el fondo y brotó una voz cavernosa,
que sin gritar le hablaba fuerte, alcanzó a ver un gigante rodeado de seres
fantásticos, hombres y mujeres con cola de pez y torso y cabeza humanos;
aquella voz le dijo:
-
Si lo haces no
podré darte el regalo que tengo reservado para ti, ¡oh, hijo mío!, algún día te
lo daré, cuando llegué el momento oportuno; mira que mi casa está limpia y muy
ordenada, y si no quieres que te maldiga y desherede respétame y respeta mi
hogar como a mí mismo- mi ilustre antepasado se quedó atónito, no sabía qué
decir pero se detuvo, sabía que no estaba soñando, y pensó que el gigante del
mar tenía cierto parecido con la gente de su familia, un cierto aire inconfundible
de llevar la misma sangre.
-
Mira que algún
día vas a necesitar el tesoro de este cofre, sin él no podrás vivir y será muy
tarde para regresar a tu hogar- prosiguió con esta misteriosa noticia el
gigante, abriendo el cofre y mostrándole solemnemente el tesoro-; estas alas
las tengo para ti, si las perdieras, por la indignidad de alguna ofensa,
tendrías que arrastrarte por la tierra sobre tu vientre, y te maldecirían y
despreciarían todos los vivientes, también tengo muchos ojos que necesitarás,
pero a su debido tiempo, según lo tengo decidido- y aquel antepasado del que te
hablo, querido hijo mío, cerró de nuevo la entrada a su hogar, dejando
convencido al tátara tátara abuelo de mi tátara tátara abuelo no solo de su
ilustre linaje sino de su deber.
Aquella noche en que conocí mi linaje y dignidad,
aprendí más que eso, aprendí el proyecto de mi vida; sé que tengo unas alas y
muchos ojos, sé que las necesito pero tengo que respetar mis ancestros, aquí
donde voy ellos me acompañan, como mi madre que, según me contó antes de irse,
se iba a vivir en un lugar muy especial entre las estrellas, para mostrarme el
camino e iluminarme siempre.
Esta historia se la contó un compañero de viaje, al
viajero que aburrido miraba, un momento antes, solo cultivos y más cultivos,
gente, animales, labores, vehículos con más viajeros y carga, pero que todo le
parecía baladí, aburridor y de escaso interés. Pero ¡qué cosa tan
extraordinaria se estaba perdiendo!, si había mucho más que eso, era el más
fantástico espectáculo que se podía haber imaginado, era la creación continua,
el milagro soñado en su niñez, sus sueños y fantasías, aunque en las más
variadas formas, tal vez incomprensible para la mayoría.
Tan embebido estaba con el tesoro que veía, que no
se dio cuenta de cuándo se fue el viajero, seguramente se había despedido pero
no lo notó siquiera, ¿tal vez voló sin decir nada para no perturbarlo en su
contemplación y meditación?, ¿sería real o tal vez estaría oyendo la voz de sus
ancestros?; sin importar cómo fuera, sin importar qué camino tomara, estaba
seguro que algún día lo encontraría, ya con sus propias alas y ojos nuevos,
tendrían muchas historias que contar y volarían muy alto.
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